Según la ley de los rendimientos acelerados, la creciente complejidad de la tecnología provoca que el progreso avance a una velocidad exponencial y de forma más generalizada. He sido testigo de este fenómeno a lo largo de mis 35 años, no solo en lo que respecta a la tecnología, sino también en la estructura de la sociedad aquí en Alemania. Es indudable que, impulsado por los cada vez más avanzados medios de transporte y comunicación, el número de personas en movimiento en el planeta es mayor que en cualquier otro período de la historia. Antes, para servir en otras naciones, había que comprometerse a vivir como misionero en el extranjero. En la actualidad, encontramos las naciones en casi todos los vecindarios, escuelas, universidades y, por supuesto, en nuestras iglesias locales.
Desde sus inicios, la Iglesia de Dios de la Profecía siempre ha mostrado un profundo interés por las naciones del mundo. Nuestra aspiración ha sido siempre ser una iglesia con presencia global, y lo hemos logrado con éxito, pues nuestro ministerio se extiende a más de 130 naciones. Nuestro “Encuentro Misionero” en la Asamblea Internacional bianual es un testimonio evidente de que somos verdaderamente un movimiento que opera a nivel global. Pero, aunque esto sea una realidad a nivel global, es válido preguntarse qué implica esto para cada persona en su vida diaria. ¿De qué manera puede cada individuo impactar a las naciones, aun cuando su labor para el reino de Dios es a nivel local?
Numerosos pasajes del Antiguo Testamento dejan claro que, desde el principio, el plan de Dios siempre fue bendecir a todas las naciones. En Isaías 49:6 (NVI), Dios habla de un misterioso siervo que Él usaría poderosamente, diciendo: “No es gran cosa que seas mi siervo, ni que restaures a las tribus de Jacob, ni que hagas volver a los de Israel, a quienes he preservado. Yo te pongo ahora como luz para las naciones, a fin de que lleves mi salvación hasta los confines de la tierra”. Desde el principio, la misión de Dios ha sido restaurar a la humanidad caída. Su propósito siempre ha sido que la salvación sea universal y que Su luz ilumine a todos. Hay muchos otros ejemplos del Antiguo Testamento que podríamos citar (por ejemplo, Génesis 12:3; 1 Reyes 8:41- 43; Malaquías 1:11), pero queda claro que el plan de Dios es la salvación de toda la humanidad, independientemente de su origen étnico o cultural.
Desde nuestra perspectiva pentecostal, siempre hemos visto los acontecimientos de Hechos 2 como una guía para nuestro ministerio global. El derramamiento inicial del Espíritu Santo el día de Pentecostés en Jerusalén describe de manera poderosa cómo Dios congrega a personas de distintas naciones y lenguas en un mismo lugar,
y los llena de Su Espíritu. En ese momento, los discípulos fueron llenos del Espíritu Santo y hablaron en lenguas. La Biblia dice que “Estaban de visita en Jerusalén judíos piadosos, procedentes
de todas las naciones de la tierra. Al oír aquel bullicio, muchos corrieron al lugar y quedaron todos pasmados porque cada uno los escuchaba hablar en su propio idioma. Desconcertados y
maravillados, decían: ¿No son galileos todos estos que están hablando? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye hablar en su lengua materna?” (Hechos 2:5-8 NVI). Para entonces, los judíos
se habían dispersado por “todas las naciones bajo el cielo”, a tal punto que compartían una multitud de lenguas maternas diferentes, sin duda porque, aunque todos eran judíos, eran nativos de distintas naciones. Pero Dios en Su anhelo de que conocieran la salvación, les dio un solo idioma: la lengua del Espíritu. A través de la obra del Espíritu, algunos dijeron: “los oímos proclamar en nuestra propia lengua las maravillas de Dios” (v. 11).
Pero la gracia divina se extendió aún más. Poco tiempo después de estos acontecimientos, Pedro predicó en la casa de Cornelio, un gentil con quien las costumbres de la época le prohibían relacionarse, pero aun así, “mientras Pedro estaba todavía hablando, el Espíritu Santo descendió sobre todos los que escuchaban el mensaje. Los creyentes judíos que habían llegado con Pedro se quedaron asombrados de que el don del Espíritu Santo se hubiera derramado también sobre los no judíos, pues los oían hablar en lenguas y alabar a Dios” (Hechos 10:44-46). Dios estaba dispuesto a derramar Su Espíritu sobre toda carne, ofreciéndole a toda la humanidad, sin distinción ninguna, la oportunidad de compartir una misma lengua para alabar y honrar a nuestro Señor.
El plan de Dios es alcanzar a todos los pueblos de la tierra, y nos desafía a cumplir esta misión allí donde estamos. ¿Cómo podemos llevarla a cabo? Para llegar a las naciones a nivel local, es necesario que descubramos la lengua global del Espíritu que todos comparten. Aunque podríamos asumir que el bautismo en el Espíritu y las lenguas proféticas son la clave, considero que existen otras “lenguas” que también tienen un alcance mundial.
Mi esposa y yo hemos tenido el privilegio de dirigir un grupo de estudio en nuestro hogar durante varios años, y está compuesto por personas de distintas naciones que residen en Alemania. El grupo ha sido estructurado en torno a tres pilares diferentes, a los que también podríamos llamar tres lenguas globales.
Primero, nos reunimos alrededor de la mesa. No es casualidad que una de las visiones del mundo venidero sea la de un gran banquete de bodas, y que uno de nuestros sacramentos sea una cena conmemorativa. La mesa es un punto de encuentro universal, algo que la gente hace en todas partes del mundo. ¿Por qué no hacer un espacio en esa mesa, ya sea en su casa o en su iglesia local, para alguien de otra nación?
En segundo lugar, nos reunimos para estudiar la Palabra de Dios. El mundo está hambriento de la Palabra del Señor. A través de Su Espíritu, el Señor nos ha dado Su Palabra escrita, la Biblia. En nuestro grupo, nos enfocamos en leer la Palabra juntos, aprender de las experiencias de los demás y crecer en comunidad. ¿Qué tal si reunimos a creyentes de distintas naciones para enriquecernos con diferentes perspectivas sobre las Escrituras?
Tercero, apartamos un tiempo especial para la presencia de Dios. Esto no significa que el Señor no esté presente en las otras actividades, sino que dedicamos este tiempo especial en oración para centrar toda nuestra atención en Su Santo Espíritu. Este es un tiempo para hablar con Dios, para recibir una palabra profética de Él, para nosotros mismos o para otros. En todo lugar, la gente necesita a un Dios que hable a sus vidas, y no uno que esté callado y ausente. ¿Por qué no disfrutar de la presencia de Dios y ministrar a personas que provienen de otras culturas? ¡Quizás ellos le ministren a usted! ¡Hemos sido llamados a ser de bendición los unos a los otros!
Las culturas se han mezclado en muchas partes del mundo, ya sean de diferentes naciones, tribus o grupos lingüísticos. Todos hemos sido llamados, tanto colectiva como individualmente, a presentarnos dignos del sacrificio de Cristo en la cruz. Los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos del libro de Apocalipsis cantan al Cordero, diciendo: “Digno eres de recibir el rollo escrito y de romper sus sellos, porque fuiste sacrificado, y con tu sangre compraste para Dios gente de toda tribu, lengua, pueblo y nación. De ellos hiciste un reino; los hiciste sacerdotes al servicio de nuestro Dios, y reinarán sobre la tierra” (Apocalipsis 5:9, 10). Dios pagó un precio por cada uno de nosotros. Así que caminemos a la altura del precio que se pagó por nosotros y edifiquemos Su reino de sacerdotes de todas las tribus, lenguas y naciones, aquí y ahora. Ahora bien, para lograr esto, cada uno debe decididamente tener una mente abierta. Si realmente queremos ser un solo cuerpo local y global, tenemos que aceptar que la manera de hacer las cosas en nuestras iglesias será distinta a lo que estamos acostumbrados. La verdadera virtud de la apertura de mente está en encontrar el punto de equilibrio, el “término medio”, sabiendo que en ambos extremos de exceso y defecto de esta virtud asecha un vicio. En el defecto, podríamos creer que nuestra manera de hacer las cosas es la mejor y que las demás son inferiores. Con esa actitud, nunca seremos verdaderamente una iglesia local y global. En el exceso, la falta de discernimiento es un vicio que siempre nos asecha. El hecho de que algo sea parte de nuestra cultura, no lo hace bueno ni aceptable ante Dios. Por consiguiente, cada uno de nosotros debe someter continuamente su propia cultura a la del reino de Dios. Si lo hacemos con la actitud correcta, podremos convertirnos en esta iglesia que es a la vez local y global, unificada por una misma lengua espiritual, aquí y ahora.