Esta es mi historia

Toda criatura llega al mundo con una canción, una melodía pura y bella que suena en lo más profundo del alma. Sus notas son la risa y la imaginación; y su ritmo diario la despreocupación. Pero el mundo tiene una forma de cambiar esa melodía; con cada herida, traición, mentira susurrada, la melodía comienza a cambiar. Algunas notas se desafinan, otras se apagan y se silencian.

Seis es un número pequeño, hasta que lo mides en [años de] vida. La maldición del abuso ha corrido por las venas de mi familia por seis generaciones. El peso de ello abarca décadas, incluso siglos, y cada miembro de la familia ha llevado la marca de esta maldición.

Todo comenzó con lo que la historia denomina la “Generación Silenciosa”. Estos eran los hijos de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, forjados por la adversidad y la necesidad de sobrevivir. El calificativo de “silenciosa” que se les impuso no solo evidenció su deber cívico y apego a la norma, sino también, y de forma trágica, su sufrimiento callado. Un silencio que se heredó, un trauma compartido, a lo largo de las generaciones de mujeres en mi familia. El abuso se tornó en una norma distorsionada, convirtiéndose en un lento veneno que consumió la alegría y la inocencia de nuestra niñez.

Sin embargo, poco a poco, empecé a comprender que no era culpa de las personas, sino de la maldición del pecado. Cuando nos alejamos de Dios, vivimos bajo esa maldición. Sin saberlo, nuestras vidas sirven al enemigo. Nuestras acciones, conscientes o no, reflejan oscuridad en vez de luz. Fui víctima de un mundo manchado por el pecado. Y a pesar de que ese mundo me lastimó, soy libre de toda amargura porque he encontrado la verdad.

Esta es mi vida: una historia de abuso mental, físico y sexual que duró hasta que cumplí los doce años. No lo comparto para que se compadezcan de mí. Cualquiera que esté atravesando este valle, debe saber que no está solo; hay personas que están con usted, así que encuentre el valor para levantarse. Encuentre su voz y comience a creer que el ciclo terminará. Doy fe de que puede terminar. La maldición se derribó en mi familia. Satanás ya no tiene el control. Y si Dios lo hizo por mí, lo puede hacer por cualquier persona. No importa el dolor, hay victoria en Jesús.

Destrucción

La melodía de mi vida comenzó a sonar como un disco rayado, atrapada entre el hambre, el miedo y el sonido de las sirenas. Mi familia era la imagen perfecta de la desintegración, un lienzo salpicado de abuso, violencia, drogas, armas, palizas y otras cosas más..

Mi padrastro era un conocido narcotraficante en Chattanooga. Nuestra casa estaba siempre bajo vigilancia. Mi mamá siempre trabajó a tiempo completo. Y debido a que ella estaba fuera todo el día, y el padrastro se quedaba en casa vendiendo drogas, a mí me tocaba una carga pesada como la hija mayor. Yo tenía que cuidar a mi hermano y hermana menores. Recuerdo que la comida que él nos daba era pan con mantequilla, fideos ramen y cereal; solo cuando regresaba mi mamá del trabajo disfrutábamos de una buena comida.

Hasta el día de hoy, se me vienen a la mente esos recuerdos como una vieja película: imágenes parpadeantes y escenas silenciosas. En ocasiones, estoy lavando la vajilla y, de repente, me viene un recuerdo.

Gritos silenciosos

Una melodía se apaga sin aliento, y a mí me quisieron arrebatar hasta el último soplo. ¿Ha estado tan aterrorizado que gritó pero su voz no le respondió? A mí me pasó. Más veces de las que puedo contar.

El bello compás de la infancia se desintegró, sin dejar ni una nota. Hoy, al mirar atrás, lo comprendo mejor. La frase de John Wesley: “Lo que una generación tolera, la siguiente lo abrazará”, se cumplió en nuestra casa. La impunidad con la que se toleró el abuso sexual lo convirtió en una realidad aceptada, en una herencia infame que un hombre le pasó al siguiente.

Susurros en la oscuridad

Cada lugar que vivimos guardaba sus propios traumas. El trauma deja una huella, y en esta casa, se sentía en el aire, denso y opresivo. Siempre tuvimos problemas, pero esta temporada fue particularmente difícil. La casa estaba situada en medio de la nada, aislada de los vecinos, la comunidad y la tienda de comestibles más cercana. Parecía que nos habían dejado caer en otro mundo, uno que era frío, silencioso y perturbador. Al principio, la quietud fue un respiro, pero pronto se transformó en un castigo de susurros sutiles y destructivos que me calaron hasta el alma.

Creo con todo mi ser que eran manifestaciones demoníacas. No solo atormentaban la casa, sino también a mí: espíritus asignados a destruirme, una oscuridad anclada al abuso que sufrí, siguiéndome de un lugar a otro como una sombra perpetua.

Aquel invierno trajo nieve, y el frío era brutal. Nuestro auto no tenía calefacción, así que nos envolvíamos con mantas para llegar a la escuela. Tiritando del frío, envuelta en capas de ropa y sin poder calentarme, mi aliento se condensaba en el aire. Pero, a pesar de todo eso, mi mente se aferraba a un pensamiento: “Al menos ya no sufro abusos”.

Cuando no estaba en la escuela pasaba los días explorando [los alrededores]. Al lado de nuestra casa había un antiguo campo de béisbol en una colina. Me montaba en la bicicleta y recorría el camino pavimentado que rodeaba el campo. El viento que soplaba mi cabello y el sol que penetraba mi rostro me transmitían una pequeña sensación de libertad. No sé exactamente qué pasó ese día. Quizás solo cerré los ojos para absorber esa libertad. Quizás un recuerdo me paralizó. Quizás se me resbaló la mano. Lo único que sé es que bajé por esa colina, perdí el control y me estrellé contra una zanja. Después de eso, no supe nada más.

No recuerdo el impacto. Solo recuerdo despertar con el sonido de las sirenas, el murmullo de las voces y a los paramédicos quitándome las piedras de la cabeza y el codo. Estuve tirada allí durante horas antes de que alguien me encontrara. Creí que había muerto y, por un momento, me pareció bien. Aún llevo la cicatriz en la frente. La puedo ver cuando me aplico la base de maquillaje y me transporta directamente a aquella casa. A la nieve. Al frío. A los susurros. Al silencio. Hay cicatrices que se ven, otras que se llevan en el alma. En ese entonces, mi alma estaba destrozada.

Una nueva canción

Mi acercamiento a Cristo no llegó de manera instantánea; fue un camino construido por personas que me amaron de corazón, que se ocuparon de mis heridas y que con sus acciones reflejaron a Jesús, mucho antes de que yo lo conociera realmente.

Todo comenzó cuando Gary y Kay Conn, junto con Michelle y Robert Barrow, nos encontraron en una tienda Dollar General. Nuestra situación era muy difícil, pero ellos vieron algo en nosotros y actuaron con compasión. Oraron por nosotros, nos ofrecieron comida, nos presentaron a Dios, y cultivaron en mí el talento para la música, diciéndome de que podía cantar góspel sureño. Ellos plantaron en mí semillas de fe, pero [llegó] el huracán Katrina y nos separó. Tardamos dieciocho años en reencontrarnos, pero su amor siempre permaneció en mi corazón.

Debo mencionar a mi esposo, el pastor Danny Brown. Él me ha demostrado su amor a través de cada etapa traumática, quebrantamiento y sanidad. Su amor inquebrantable y su gracia me revelaron a Cristo más allá de las palabras. Ahora comprendo que todo lo que viví me estaba formando, no solo para sobrevivir, sino para ministrar. Dios transformó en bien lo que el enemigo intentó usar para hacerme daño, y lo usó para Su gloria. Hoy, Danny y yo ministramos juntos, y afirmo con plena seguridad que cada momento difícil valió el esfuerzo.

Cada una de estas personas fue crucial para que me acercara a Cristo. Su amor, ánimo y obediencia a Dios, le dieron sanidad y sentido a mi vida, y me llevaron a los brazos de Jesús.

Mi vida cambió por completo al aceptar a Cristo, pero la transformación no llegó de la noche a la mañana. Fue un proceso largo, difícil y muy personal. Por muchos años, llevé el peso del abuso, el trauma y el dolor. Aun después de acercarme a Dios, me costaba confiar, sincerarme y creer de verdad que mi pasado podía quedar atrás. Pero Dios transformó mi vida de dentro hacia fuera. Me dio una nueva identidad, que no está marcada por mi pasado, sino por la persona que Él quiso que yo fuera. Y hoy vivo no solo como una persona redimida sino llamada y capacitada para ayudar a otros a encontrar la misma libertad.

Desde que acepté la fe, mi relación con Cristo ha crecido de formas que jamás me hubiera esperado. La base de todo ello es la oración, el ayuno y la lectura diaria de las Escrituras: estas disciplinas espirituales me mantienen firme y me ayudan a permanecer conectada con la voz de Dios.

En el cántico y la música he encontrado una poderosa vía de adoración e intimidad con el Señor. Ya sea cantando a solas durante mi devoción o ministrando en la iglesia, siento una cercanía especial con Dios cuando le entrego mi corazón a través del cántico.

Servir a los demás también ha transformado mi relación con Cristo. El ministerio no se trata de mí, sino en priorizar a los demás, tal como lo hizo Jesús. Mi papel como esposa de pastor me da la oportunidad de vivirlo cada día. Amar a los demás, orar con ellos, servirles y acompañarlos en sus vidas, es como comprendo mejor el corazón de Dios.

Y todas estas disciplinas –el culto, el servicio, la palabra y la oración– me han moldeado y continúan acercándome a Aquel que me salvó. Ya no soy la persona que era antes,
y por ello doy gracias a Dios cada día.

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